Transformemos el mundo (autobiografía de mi niñez)

¿Alguna vez han sentido las ganas o la necesidad de cambiar el mundo? Yo sí. Hay personas que piensan que las transformaciones se hacen los días de elecciones presidenciales, en las calles haciendo marchas o con ejércitos en países foráneos. Yo discrepo de estos métodos, ya que conozco uno mucho más eficaz. Pero antes de llegar a ello déjenme contarles una historia. Es una historia real que trata de mí mismo.

Empecemos.

Todo lo que tuvo que ver con mi nacimiento fue bastante problemático y de muchos temores para mi madre (según lo que ella me ha relatado). Cuando aún no nacía los médicos le dijeron que podría perderme. Tuvo muchas dificultades durante el embarazo. Esto le hizo orar para que Dios me protegiera, pero fue más allá de esa simple petición y, visionariamente, pidió que me pareciera a Dios. (Sí, yo también me impresioné cuando supe lo que había pedido).

Nací sin problemas. No me perdió. Los pronósticos no se cumplieron. Pero nací con un problema autoinmune, ictericia y problemas adicionales. Los médicos nuevamente le daban los malos augurios: podría fallecer o bien podría terminar con un retraso mental. Cuando me hacían controles eso era lo que todos notaban porque hacía movimientos extraños: no era normal. Los primeros años, me relata ella, fueron muy difíciles, ya que debía ir constantemente al hospital.

Mi madre nuevamente volvió a orar. Esta vez pidió para que Dios me hiciera inteligente. Oró con fe, contra todos los pronósticos de la medicina. Pasó el tiempo y ya no íbamos tanto al hospital. Cada mañana me levantaba de mi cama e iba a su pieza a jugar con un lego de letras (esos cubitos para formar palabras), aún tengo el feliz e iluminado recuerdo. Tenía aproximadamente dos años y medio. Me cuenta ella que grande fue su sorpresa cuando notó que yo empecé a armar palabras solo. Ella me decía que escribiera “pipi” o cosas así (no se trata tampoco de que armara filosofías) y yo lo podía hacer. Dice que en ese momento ella se dio cuenta que Dios había respondido sus plegarias incesantes. No tenía un retraso mental: estaba sano.

Seguí así y a los cuatro años ya escribía historias y les agregaba dibujos. Yo decía que eran chistes, pero nadie se reía. Creaba historias de frutas viajeras espaciales. Por ejemplo, una piña que iba a la luna o a Marte. Mucho más adelante comprenderíamos que yo les llamaba chistes porque cuando creaba esas historias sentía una alegría muy especial y como no tenía en mi vocabulario la palabra “cuento” o “vocación” les decía “chistes”. Asociaba ese término con la alegría porque seguramente habría visto humoristas en la TV que contaban chistes y la gente reía. En todo caso, por dentro yo reía; por fuera también. Era feliz creando.

Llegó la edad en que debía entrar a kínder. Entonces empezó un conflicto con mi madre. Un conflicto que duraría más de 10 años. No pudimos llegar a un acuerdo. Primero teníamos que ir a comprar uniforme. No podía entender por qué debía usar uniforme. No podía entender por qué tenía que usar ropa incómoda para ir a una institución a la cual no quería ir. Mi mamá decía que allí me enseñarían y yo le respondía: «Pero, ¿por qué no me enseñas tú?». Yo tenía toda la razón (ahora ella lo admite): con ella había aprendido a dibujar, a leer, a escribir. Estaba totalmente preparada para ser mi profesora. (Como aclaración, ella no es profesora de profesión, no es universitaria, pero es mucho más inteligente e intruida que muchos universitarios que he conocido). Estaba preparado para ser educado en casa y para serles sincero… En el colegio no aprendí algo: todo lo que aprendí fue en casa.

Cada mañana era una batalla campal para que fuera al colegio. Me escondía todos los días en un lugar distinto de la pieza con la esperanza de que ella no me encontrara y de esa forma no ir. Hacía todos mis esfuerzos para lograr mi objetivo. No solo en la casa era la batalla: también en el colegio. No dejaba que me mandaran, no me quedaba sentado en el puesto que me ordenaban. Solía colocarme un chaleco azul o un polerón (el uniforme dictaba que debíamos usar un chaleco rojo).

Pero había algo que no concordaba: desde primero básico en adelante tenía notas casi siempre sobresalientes, las veces en que no eran sobresalientes era porque en ocasiones, simplemente, no quería hacer una tarea. De todos modos, aquellas buenas calificaciones (era uno de los mejores del curso) no se correspondían con mi conducta ni con mi indiferencia a las clases. Yo me dedicaba todo el rato a correr por la sala, jugar y molestar a mis compañeras, etc. Terminaba siempre amonestado, con mil anotaciones negativas y en “inspectoría”. Es que mientras había otros niños que recién se familiarizaban con hacer frases yo ya había creado cuentos. Yo era un artista, un creador, pero nadie se daba cuenta. En realidad, nadie entendía algo. Creo que solo era yo quien comprendía cuál era el mejor método de enseñanza para mí. Por eso ahora yo soy un pleno defensor de que los niños sí pueden opinar sobre su educación y escoger qué es lo que quieren. Porque yo lo viví y sé de lo que hablo.

Como era incapaz de obedecer órdenes y tenía muchos problemas con casi todos los profesores (solo recuerdo una tía y un profesor que me comprendieron). Creyeron, nuevamente, que tenía un problema intelectual. Fui al psicólogo. Me calcularon la famosa prueba de CI ¿El resultado? Tenía un coeficiente intelectual superior al resto. Nuevamente mi madre veía la respuesta a su oración. No solo Dios me había sanado, sino que me había dado una inteligencia mayor a la normal.

Ahora, no se trata de que yo no estudiara. Yo estudiaba. El “problema” era que estudiaba las cosas que yo quería, no lo que me exigían. Les doy ejemplos de cosas que aprendí en casa: dibujar, escribir sonetos y poesía en general; tocar guitarra; leer partituras musicales; usar el computador, aprendí inglés que con el tiempo fui perfeccionando cada vez más, filosofía, etc. Yo sabía lo que quería. El problema es que la sociedad no me permitía salir de sus esquemas. Yo necesitaba libertad.

Ahora, retomando el tema inicial, ¿cuál es la forma para transformar el mundo? La respuesta es orando con fe a Dios. Mi madre oró para que no muriera y Él escuchó. Oró para que no tuviera un retraso intelectual y el resultado del test CI fue que era más inteligente que el resto. La oración es el arma más poderosa, peligrosa y eficaz.

¿Creo que se necesita transformar el mundo? Sí. Vivimos un sistema aún opresivo en cuanto a educación (es un problema mundial). Muchos niños apenas se pueden desarrollar en las escuelas porque los tienen sentados en sus pupitres cuando en realidad debieran estar imaginando, corriendo, jugando, pensando, etc. Debiéramos estudiar a nuestro ritmo y no al ritmo del sistema. El sistema no nos entiende. Nosotros sí.

Además debemos corregir todas las injusticias sociales que existen. Dejar de dar premios por buenas notas y cosas así. Dejar de seleccionar alumnos. El sistema trata a los niños como si fueran adultos cuando trata de responsabilidad, pero cuando se trata de derechos no les dan ningún beneficio.

¿Si creo que transformaremos el mundo? Tal vez nosotros no tenemos poder, pero Dios sí lo tiene. ¿Y qué es lo mejor de todo? Dios nos ha dado la autoridad para pedirle lo que deseemos. Al menos yo ya estoy orando para que esto ocurra. Tengo la certeza que el mundo cambiará para bien porque yo estoy orando en esa dirección y sé que Dios responde. Les doy un adelanto: la transformación ya ha comenzado.